Diego fue el menor de los siete hijos de Marcelo y Obdulia. Nació durante el otoño de 1893 en Riofrío de Órbigo, un pueblito a pocos kilómetros de Astorga, en la provincia de León; un caserío repartido prácticamente a lo largo de una única calle, sobre la que todavía hoy se ubican el ayuntamiento, el parque y, desde luego, la iglesia, dedicada a Santa María Magdalena -que sería donde bautizarían a Diego, apenas un día después de su nacimiento, ante el temor de que no sobreviviera-.
En la Meseta Norte se convive con inviernos fríos y largos, con veranos cortos y cálidos; y en el tiempo en que le tocó nacer a Diego, la comida era poco más que un lujo, sobre todo después de la muerte de su padre. Así que un día, siendo él todavía muy pequeño, tuvo que abandonar su casa y acompañar a su madre a Asturias en busca de mejores oportunidades para subsistir.
Asturias le acogió -como lo hizo con la mayor parte de su familia- al punto que, habiendo nacido en León como hemos visto, siempre se consideró a sí mismo asturiano, y tanto fue así, que con frecuencia decía que desde el día en que puso un pie en Asturias y hasta el día que partió de allí cambió el agua por sidra. De cualquier manera, es justo decir que León y Asturias no sólo comparten frontera, si no también muchas características culturales. Y fue así como, a pesar de haber acompañado a su madre en este, su primer desarraigo, continuaría en su nuevo hogar, hablando asturleonés y cantando a ritmo de gaita.
Pero hay ocasiones en las que el amor por la tierra no basta, y al crecer, las opciones de Diego para ganarse la vida eran muy reducidas: podía trabajar en las minas de carbón, bajo unas condiciones durísimas, o podía seguir los pasos de su tío Guillermo y convertirse en cura, y ninguna era de su agrado. Y fue así como se dejó llevar por las promesas de una vida mejor que venían de América, aprovechando además la ventaja de que ya había un camino abierto a Costa Rica, pues su tío Evaristo se había establecido como boticario en Alajuela.
De manera que, un buen día de 1912, Diego empacó sus pertenencias y se decidió a cruzar el Atlántico embarcándose con destino a esta pequeña república centroamericana en el vapor Antonio López.
Fue una travesía de unos 2 meses, con una única escala en Cuba, en donde su estadía se alargó de manera imprevista por una avería del barco en el que viajaba y que, de paso, le obligó a gastar allí el poco dinero que traía.
Así, cuando finalmente llegó a tierras costarricenses y pudo desembarcar en Puerto Limón, que no era la última parada en su itinerario de viaje, se encontró de repente con la necesidad de tomar un tren que no podía pagar.
Sin un duro en los bolsillos, habría tenido que buscar un trabajo temporal para reunir unos cuantos pesos, de no haber sido porque el maquinista, oriundo de Alajuela y recordado como Mr. Martínez, según el tratamiento que se les daba a los conductores de tren por entonces, quien aceptó fiarle bajo la condición de que viajara en la locomotora durante todo el trayecto. Tiempo después, Diego pagaría lo adeudado, pero no olvidaría nunca ese gesto, que agradeció por el resto de su vida.
En aquellos años, el correo entre España y Costa Rica tardaba meses a cuenta del impulso que podían imprimir las propelas de los vapores trasatlánticos y de la fuerza de los bueyes que tiraban de las carretas que llevaban las cartas de un lugar a otro, así que a su llegada a Alajuela se encontró Diego con la lamentable noticia de que su tío Evaristo había muerto hacía tan solo unos meses, noticia que quizás habría recibido ya su madre Obdulia en Asturias, mientras Diego se encontraba aún de viaje.
Imagino el apremio y la impotencia que quizás habrá sentido Obdulia al recibir la carta de la viuda de su cuñado, y son estos los sentimientos que me vienen a la cabeza cuando pienso en la Madre del Emigrante, popularmente conocida como la Lloca, que contempla Cantábrico con la mirada perdida en el horizonte desde el paseo marítimo de Gijón.
Haya tenido o no conocimiento sobre la muerte de su tío, lo cierto es que, al llegar a Costa Rica, Diego se encontró de repente a 8.500 km de su casa, sin familia, ni conocidos, ni dinero, enfrentándose a la necesidad de construir una vida completamente solo.
Pero son quizás las peores circunstancias las que sacan lo mejor de nosotros, y las circunstancias de Diego eran ciertamente bastante difíciles. Posiblemente, al inicio haya colaborado con la viuda de su tío en la gestión de la botica que este dejó, y quizás haya encontrado también apoyo en otros españoles radicados acá. Lo cierto es que, poco a poco, se hizo con un lugar en la Alajuela de aquel entonces y fue así como, a una década de su llegada a Costa Rica, se encontró un día pidiendo la mano de Belén García Soto en matrimonio, con quien tendría cuatro hijos: Óscar, Margarita, Ramón y Roberto.
A lo largo de su vida emprendió varios negocios, siempre con una honradez extrema como base de sus relaciones comerciales. Siguiendo el ejemplo de su padre, quien tenía una reata de mulas y transportaba mercancías entre León y Asturias, abrió el mercado de la papa a los agricultores de Zarcero, poniendo a su disposición un camión para llevar sus cosechas al Valle Central; también estableció la primera línea de autobuses entre Alajuela y Grecia, un emprendimiento innovador desde cualquier punto de vista para los estándares de la época y, finalmente, se dedicó a la venta de madera para construcción que extraía de la Zona Norte en sus propios camiones y que cortaba y serraba en El Milagro, el aserradero de su propiedad.
No fue nunca necesario que Diego renunciara a su nacionalidad española, ni para casarse, ni para trabajar, como si se le exigía a los españoles en otras latitudes. De hecho, conservó siempre su nacionalidad con mucho orgullo y trató de transmitir este sentimiento a sus hijos, nietos e incluso a aquellos bisnietos que llegó a conocer. Sus hijos fueron inscritos también como españoles al nacer, y conservaron la nacionalidad de su padre hasta alcanzar la mayoría de edad, cuando en un país que no les permitía ostentar dos nacionalidades, tuvieron que decantarse por la de su madre, siempre bajo un criterio práctico.
Con la comida pasó algo similar, pues Diego nunca renunció al sabor español, que en su casa trató de mantener en lo posible y con las limitaciones de entonces. Belén se esmeraba por preparar las recetas que llegaban por carta del otro lado del Atlántico y todavía sus nietos recuerdan con cariño los sabores tan particulares de su casa.
Durante toda su vida en Costa Rica mantuvo Diego correspondencia con su familia en Asturias y esta comunicación se extendió para poner en contacto a su madre con su esposa, y a alguno de sus hijos y nietos con sus parientes españoles.
Desafortunadamente, las defunciones y las mudanzas terminaron por evitar que algunas cartas llegaran a su destino y en la década de los setenta se interrumpió el intercambio postal.
Pero fue posiblemente gracias al correo que, siguiendo el camino de Diego, vinieron años después a Costa Rica, primero su sobrino Manuel y luego Evaristo, padre de este.
Manuel vino a América a probar suerte y, probablemente para encadenar con los negocios de su tío, compró un camión. Evaristo, que ya tenía 6 hijos en Asturias, vino siguiendo a Manuel, y estableció también su propio aserradero. Desafortunadamente, ambos morirían pronto en Costa Rica. Manuel, muere sin descendencia en un accidente en 1967 y su padre le sigue un mes después, hay quien dice que a causa de la tristeza.
Diego, nunca volvió a España, solía decir que si llegaba a hacerlo probablemente moriría de la emoción, así que fue aquí en Costa Rica en donde terminó sus días a inicios de 1980, dejando una amplia descendencia que ya alcanza las 47 personas: cuatro hijos, ocho nietos, 21 bisnietos y 14 tataranietos.
Hoy, gracias a las redes sociales, la correspondencia interrumpida con España ha sido reestablecida a través de mensajes de texto y vídeo llamadas, que no sólo han permitido enviar noticias y bromas, compartir las emociones de un partido de fútbol o saludarse en los momentos más significativos del año, pues también han hecho posible que gente a ambos lados del Atlántico haya vuelto a cruzarlo para visitarse y reconocerse como familia.
Diego vivió orgulloso de su nacionalidad española, pero murió con la idea de que su descendencia no podría conservarla. Hoy la ley ha cambiado tanto en Costa Rica como en España, permitiendo de momento que dos de sus nietos, siete de sus bisnietos y dos de sus tataranietos sean reconocidos como españoles o estén en vías de serlo.
No sabremos nunca qué hubiera dicho de haberse enterado de esta nueva posibilidad, pero de lo que sí podemos estar seguros es que le habría hecho saltar el corazón de emoción.
Historia por: Hernando Alfaro Prieto y Rosa Isabel Prieto Pochet